El colectivo nació en un año incierto y en un lugar clandestino. Quizás emergió de una grieta en la corteza terrestre, algunos rumorean que su origen podría remontarse a la vez que el cielo del desierto cambió de color por capricho de un astro errante; lo más probable es que fuera aquella vez en que las lenguas de la selva murmuraron canciones sin destinatario. No hubo fundador ni líder, solamente un entretejido de seres dispersos que, como insectos seducidos por esporas al viento, se encontraron por accidente en la punta de un risco, en lo más alto del monte, a la sombra muda de unos árboles sin nombre. Enjambre indeterminado de seres imposibles, que dividiéndose sobre el cero, desbordan cualquier censo razonable. Sus cuerpos —alargados, retorcidos y desprovistos de frontera— recorren sin descanso la faz de la tierra. Llenan las grietas de las ciudades y los montes, se aglutinan en plazas desoladas. No tienen hogar, o mejor dicho, su hogar es el movimiento mismo: siempre errantes, siempre zigzagueantes, no poseen un punto fijo que pueda considerarse su coordenada de residencia. Un perpetuo devenir que los empuja a cruzar fronteras invisibles, a alcanzar el límite en donde el cielo y el mar pierden su frontera.
Su arte adopta formas extrañas y esquizofrénicas, pastiches hechos de piel curtida al sol. Instalaciones cósmicas que se alimentan de savia, arena y hongos; muros de cartón pintados con jugos corporales y raíces retorcidas. Cada creación es un intento de capturar la inmanencia del lugar donde se desplazan, ya sea en un callejón polvoriento, un valle remoto o un muladar abandonado. Pero antes de que la obra pueda consumarse, parten, dejándola inconclusa. Su imaginario se puebla de caminatas sin destino, de vagabundos, migrantes y locos que nunca encuentran su ciudad natal, de cuerpos reducidos a polvo y hambre. A lo largo de su trayecto, han cultivado la olvidada habilidad de materializar el sonido que brota de los poros del suelo, allí donde el lenguaje convencional se quiebra y gruñe, para hacer estallar nuevas formas de sentido. Su biografía, si es que se le puede llamar así, se apisona con la arcilla de lo actual y la saliva del pasado, dejando rastros sensibles que se anidan en el espacio y el tiempo. Su identidad individual se perdió a favor de un coro de murmullos que se disipan como semillas en el viento.
Interpretan la tierra como una extensión del cuerpo, y el cuerpo como parte integral de la tierra. No conciben diferencia formal entre piel y arcilla, entre la carne y el humus que alimenta las raíces. En su cosmología, el sur global no es una demarcación geográfica, sino una fuerza subterránea que impulsa hacia la descolonización de la mirada. A través de los lenguajes enterrados, se filtra en sus gruñidos, cantos que desterritorializan el pensamiento para lanzarlo a dimensiones cada vez más extensas. Su contacto con la palabra ancestral y el ladrido animal les da acceso a significados invisibles y planicies que yacen debajo de las construcciones verbales del imperio. Así, el colectivo se torna en un caleidoscopio, nómada en eterno éxodo.

